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viernes, 9 de abril de 2010

SECUESTRO DE ATAHUALPA: Inicio de la Leyenda del Dorado

 
 Atahualpa señala con su brazo la altura de una habitación que debería ser llenada con el ORO INCA, para pagar su secuestro por los españoles

Habitación donde fue secuestrado el INCA ATAHUALPA y que fue llenado de ORO y un poco de PLATA

El 16 de noviembre de 1532 tuvo lugar el primer caso documentado de secuestro en el territorio suramericano. Un grupo de españoles dirigido por Francisco Pizarro se apoderó por la fuerza del inca Atahualpa, quien había aceptado una a cenar y había llegado al campamento en el alto valle de Cajamarca, en las montañas del Perú, con un lujoso cortejo ceremonial de incas desarmados.

Las tropas de los aventureros españoles se habían atrincherado en los edificios vecinos, esperando la orden de su jefe para abrir fuego contra los visitantes, pero antes de ello un sacerdote católico, el padre dominico Vicente de Valverde, salió al encuentro de la víctima,  le habló del misterio de la Santísima Trinidad, le habló de la creación del mundo y del pecado original, y finalmente le informó que el papa de Roma había entregado esas tierras al emperador Carlos V y que Pizarro venía a tomar posesión de ellas. Al oír la traducción que le hacía el intérprete, el inca sorprendido le respondió que el reino del Perú le correspondía por herencia de su padre Huayna Cápac, y que ambos descendían del Sol, del dios de los incas. Entonces el sacerdote le mostró un objeto hecho de numerosos planos superpuestos exornados de inscripciones, y poniéndolo en manos de Atahualpa le dijo que allí estaba toda la sabiduría. El inca examinó aquel objeto, tratando de escuchar todo el saber que había en él, pero al no oír nada se sintió engañado y lo arrojó por tierra con indignación; era la señal que se requería. El dominico corrió hacia donde se encontraba Pizarro, le dijo que aquel perro arrogante había arrojado por tierra la sagrada escritura, y le dio la absolución previa por todo lo que quisiera hacer contra él y contra sus gentes.



La "batalla"L de Cajamarca (Perú) en 1532. Autor: Theodor de Bry. Fecha: 1580.

Los españoles citaron a los INCAS en el valle de Cajamarca desarmados, para que hicieran notar su “buena disposición”, al dialogo pero se había preparado una emboscada, teniendo que cada uno de los 167 arcabuceros, matar cada uno a 40 INCAS; sucediendo una masacre indiscriminada de la élite del ejercito, del gobierno y de la familia de los INCAS.

Los INCAS tenían como mandamientos: “No Ser Flojo y no Mentir”

Los conquistadores, que disponían de cañones y de mosquetes para espantar y también para aniquilar a las tropas de flecheros del imperio incaico, abrieron fuego en todas direcciones, cayeron además con sus espadas sobre los acompañantes inermes de Atahualpa, que no acertaban a huir abandonando a su rey, y dieron muerte en una tarde a más de siete mil personas. El hecho era trágico de una manera extrema: Atahualpa asistió a la cena con toda su corte, como prueba de confianza en los visitantes. Nada más alejado de las expectativas de su cultura y de los códigos de honor seculares de su pueblo que la posibilidad de que un ejército abriera fuego contra ellos sin haber declarado previamente la guerra. Ante la superioridad técnica de los atacantes, ante ese fuego inesperado y traicionero, ante esa ferocidad de los guerreros españoles del Renacimiento que le ha hecho decir a Jacob Burckhardt que en ellos parecía haberse desencadenado el lado diabólico de la naturaleza humana, fue tal el desconcierto de los incas que ninguno reaccionó, y la irrupción de los caballos acorazados de los españoles, bestias bicéfalas desconocidas vestidas de hierro y capaces de hablar, acabó de paralizar al cortejo. Ni siquiera las tropas que acampaban en el valle vecino se atrevieron a asomarse al lugar donde resonaban los truenos. Quienes allí caían aniquilados eran, nos dice David Ewing Duncan,

«la élite del gobierno de Atahualpa, sus nobles, sus gobernadores, sus generales, sus sacerdotes y sus adivinos, los mayores responsables del funcionamiento del gobierno imperial, cuya súbita muerte en masa significaba un golpe devastador para un imperio que había perdido a millares de miembros de su clase dirigente en la reciente guerra civil».

Pero aquella fiesta de sangre no fue más que el comienzo. Con la mano ensangrentada, el propio Francisco Pizarro tomó por los cabellos a Atahualpa y lo llevó a rastras, entre el caos y la masacre, hasta la habitación donde después lo tuvieron cautivo durante nueve meses.

La captura de Atahualpa.

Durante 9 meses se tuvo que reunir de todo el Imperio INCA el suficiente ORO para pagar el rescate oneroso. Moviendo a todo el Imperio para seleccionar las piezas más bellas que los españoles fundieron  en barras, haciendo a un lado la belleza estética y el simbolismo que para ellos tenia gran valor

Los móviles de aquel secuestro están claros: desde su llegada a América, a los 40 años de su edad, Francisco Pizarro se había hecho el propósito de obtener poder y fortuna, y andaba buscando la región de los incas, siguiendo la leyenda de su riqueza extrema. Pascual de Andagoya, viajando desde Panamá, había oído a unos indios que navegaban en piraguas por las costas del Pacífico hablar de una tierra llamada Pirú, donde un poderoso rey era dueño de tesoros fabulosos. Desde entonces Pizarro se había obsesionado con esa aventura, había conseguido cómplices que lo secundaran, y estaba tan seguro de las riquezas que iba a obtener que hasta celebró un contrato con sus aliados, distribuyéndose de antemano el oro y las tierras que pensaban apropiarse. Eran tenaces, y antes de llegar al Perú afrontaron grandes penalidades, como los meses de delirio en la isla Gorgona, donde chapotearon en el fango entre el asedio de los mosquitos, alimentándose de lagartos y de huevos de tortuga, enfundados en sus armaduras bajo el sol del Pacífico por temor a las bestias venenosas. Pero aún no estaba claro para ellos que lo que se proponían era un secuestro; éste se les fue apareciendo como el camino más eficaz para cumplir su cometido, y sólo cuando Pizarro ya tenía a Atahualpa cautivo en su edificio de Cajamarca, concibió con claridad el monto del rescate que pediría por él.

La prisión del inca era una habitación de siete metros de largo por cinco de ancho. Pizarra exigió a Atahualpa que ordenara a sus súbditos llenar de oro esa habitación hasta una altura de dos metros, y trazó una raya en la pared para indicar con claridad el nivel al que debían llegar los tributos. Ello equivalía a setenta metros cúbicos de oro, que en última instancia y en los niveles extremos podría completarse con plata en caso de que el oro aportado para la liberación del secuestrado no fuera suficiente. Empezaron entonces los súbditos de Atahualpa a acarrear por la red de caminos del imperio inca, que eran mejores que los caminos europeos de aquel tiempo, literas cargadas con objetos de oro, intentando llenar la habitación en los dos meses que los secuestradores habían concedido como plazo. En realidad tardaron más de siete en llenarla, y mientras tanto los captores establecieron cierta relación de familiaridad con el prisionero, hasta el punto de que uno de ellos, acaso Hernando de Soto, distraía los meses de su cautiverio enseñándole a jugar ajedrez.

En julio de 1533 se terminó de pagar el inmenso rescate, que ascendió entonces a la cifra de 1.326.539 pesos de oro más 51.610 marcos de plata. Al precio de 1995, el oro recogido ascendía a 88, 5 millones de dólares y la plata a 2,5 millones de dólares, de modo que el precio total del rescate pagado sería al precio de 2003 de 254.800 millones de pesos colombianos. Dejo en manos de los juristas, de los investigadores y de la fiscalía, la indagación de cómo fue distribuido ese caudal entre los partícipes del secuestro, que eran un jefe mayor, Francisco Pizarro, dos socios por contrato, Diego de Almagro y Hernando de Luque, tres colaboradores especiales, los hermanos de Pizarro, Hernando, Gonzalo y Juan, dos jefes destacados en la campaña, Hernando de Soto, futuro conquistador de Florida, y Sebastián de Belalcázar*, cuya estatua ejemplar preside el cerro de los Cristales en Cali (Imágen más adelante), en la extrema frontera norte del imperio de Atahualpa, y 168 guerreros eficientes que asesinaron a cañón, a mosquete y a golpes de espada la tarde del secuestro a un promedio de cuarenta hombres desarmados cada uno.

Finalmente pueden calcular también la parte que le correspondió a una suerte de cómplice ciego, o gancho ciego como se decía aquí en las cárceles, el emperador Carlos V, quien había encomendado a Pizarro la misión de apoderarse del Perú --en caso de que el Perú existiera- y quien para tener en paz su conciencia ante el dios que le dio tan ancho imperio había nombrado a estos hombres protectores universales de los indios, pero no rechazó su parte de la recompensa por el hecho deleznable de que unos cuantos peruanos, entre ellos siete mil en un solo día, hubieran perdido la vida.

Podría decirse que el emperador, que tenía por entonces la misma edad de Hernando de Soto y de Atahualpa, unos 34 años, ignoraba el modo como se habían dado los hechos, y podía seguir siendo el jefe del mayor imperio católico del mundo sin muchos remordimientos, pues sin duda sus súbditos, los secuestradores de esta historia, le ocultarían algunos detalles menudos del hecho.

Pero la verdad es que en el año de 1534, justo cuando el piadoso emperador recibió a Hernando Pizarra, quien llegaba a entregarle su parte del botín, de eso que en el virtuoso lenguaje de hoy se llamaría el dinero sucio, se publicó en Sevilla el relato detallado de aquel episodio, aunque no se lo llamó Noticia de un secuestro porque en esos tiempos no se solía llamar a las cosas por su nombre, sino "La Conquista del Perú llamado la Nueva Castilla. La cual tierra fue conquistada por el capitán Francisco Pizarro y su hermano Fernando Pizarro", que había sido escrito por uno de los miembros de la expedición y publicado de manera anónima, aunque ahora ya sabemos que se trata del soldado Cristóbal de Mena , partícipe del hecho, atento observador y finalmente mal pagado. Pero la verdad es que Pizarro, ávido de poder y de reconocimiento, destinó para el emperador la mayor parte de ese tesoro, no los quintos reales que eran entonces la obligación de los aventureros, y como Carlos V debía a los banqueros alemanes el dinero con el cual compró la corona de Alemania, y sólo podía pagarla con el oro de América, Pizarro no sólo obtuvo el título de marqués y la gobernación de las montañas del inca, sino también una leyenda de paladín y de patriota que dura hasta hoy, y que se enardece en efigies de bronce y resuena en ditirambos en los volúmenes de la historia oficial de nuestros continentes.

Cualquiera diría que con tan descomunal rescate los secuestradores habrán despedido a su víctima con abrazos y besos, e incluso con lágrimas en los ojos, como lo hacen a veces sus discípulos contemporáneos, pero la verdad es que Pizarro y sus socios estaban inventando un género y lo inventaron plenamente. Como ocurre a menudo en los secuestros modernos, después de recibido el rescate, en lugar de liberar a la víctima empezaron a pensar qué más podían sacarle, y finalmente decidieron matar al inca Atahualpa, de quien se habían hecho tan buenos amigos, a quien le enseñaban a jugar ajedrez y a quien le conversaban de la civilización europea durante las veladas de nueve meses en la mesa de Cajamarca.

Claro que antes de matado decidieron darle un matiz de legitimidad al hecho cruel y atroz, y montaron un juicio amañado y cínico en el cual un indio llamado Felipillo, que servía de intérprete, que al parecer estaba enamorado de la favorita del inca, y al que le habrán dado también al estilo de nuestra época algún estímulo jurídico e incluso económico, testificó en su contra. Los testimonios de este súbdito resultaron harto convincentes para el jurado, y vinieron adicionalmente acusaciones de poligamia e idolatría: Atahualpa había ofrecido sacrificios a dioses falsos. Allí debió ser utilísimo el testimonio del padre dominico Vicente de Valverde, a quien ya conocemos, y quien se escandalizó de que no besara con veneración la Biblia alguien que nunca había visto un libro; de modo que en vez de dejar en libertad al secuestrado, un improvisado tribunal pulió unos argumentos para asesinado fríamente, dejándonos un ejemplo completo de lo que vendría a ser con el tiempo una de las prácticas más crueles y abominables en nuestras sociedades.

Como conclusión de su secuestro, el emperador de los incas, jefe del segundo imperio más grande del mundo después del Imperio otomano, fue condenado en agosto de 1533 a ser quemado vivo. Todavía podían hacerle una última violencia, y se la hicieron: le prometieron cambiarle la pena atroz del fuego por otra si aceptaba la religión de sus asesinos. Aceptó entonces bautizarse y por ello obtuvo el favor de morir estrangulado. El 29 de agosto de 1533, ya con el nombre cristiano de Juan de Atahualpa, en homenaje a Juan el Bautista, a quien también alguien le había cortado la cabeza, fue amarrado a un poste y ahorcado en el clásico estilo español: mediante un torniquete que se va apretando lentamente y que tiene el nombre de garrote vil.

.Hay quien dice que los españoles que lo secuestraron estaban obligados a ello, porque se habían internado de un modo temerario en una tierra donde Atahualpa contaba con un ejército de 80 mil hombres, de modo que si no obraban de esa manera brutal, no habrían podido escapar de aquel encierro.

Ello supone una curiosa legitimación: vale más la vida de 168 cristianos que se han adentrado violentamente en un país ajeno, que la vida de los siete mil hombres a los que masacraron en una sola tarde, para hablar solamente de esas víctimas. Por supuesto que todo esto es historia, y en esa medida no vale mucho la pena exaltarse, apasionarse, ni intentar insensatamente modificar el pasado. Pero la verdad es que no estamos hablando del pasado. Me he propuesto contar esta historia interpretando el cautiverio de Atahualpa como lo que fue, como un secuestro abusivo y criminal, porque esa historia tremenda nos ha sido contada casi siempre como una hazaña heroica, donde los bandidos están cubiertos por una aureola luminosa de grandes estadistas, de paladines y de portaestandartes de la civilización. Además es preciso señalar que el hecho no resulta criminal sólo desde la perspectiva de los incas vencidos. Casi siempre, en la historia de las guerras, los crímenes terminan siendo justificados y juzgados a la luz de la moral de los triunfadores. Pero los hechos de Cajamarca resultan criminales a la luz de los principios de la propia civilización cristiana en cuyo nombre fueron cometidos, y causaron alarma en las conciencias civilizadas de la península, y honra a España la certeza de que sus humanistas de entonces reaccionaron con horror ante la noticia de estas acciones. El padre Francisco de Vitoria, en carta dirigida al P. Miguel de Arcos, escribió estas palabras históricas, justo al enterarse de los hechos que acababan de ocurrir en Cajamarca:

 Después de haber pagado el rescate los españoles decidieron asesinar a su secuestrado, esperando el INTI RAYMI; “el día de mayor recogimiento espiritual”, los españoles se admiraron de ver en dolor que producía la muerte del GRAN INCA, el cual nunca se quejo, nunca pidió clemencia y sin embargo les brindo su amistad a los invasores

"Se me hiela la sangre en el cuerpo. No disputo si el emperador puede conquistar las Indias: presupongo que lo puede hacer estrictísimameme. Pero a lo que yo he entendido de los mismos que estuvieron en la batalla de Atahualpa, nunca ni Atahualpa ni los suyos habían hecho ningún agravio a los cristianos, ni cosa por donde debiese hacérseles la guerra... Responden los defensores de los peruleros que los soldados no eran obligados a examinar eso, sino a seguir lo que mandaban los capitanes. Accipio responsum para los que no sabían que no había ninguna causa más de guerra, mas ¿para robarlos, que eran todos o los más? Y creo que más ruines han sido las otras conquistas después... Pero no quiero parar aquí. Yo doy todas las batallas y conquistas por buenas y santas. Pero háse de considerar que esta guerra ex confessione de los peruleros, no es contra extraños, sino contra verdaderos vasallos del Emperador, como si fuesen naturales de Sevilla...”

. Sorprende que se haya mirado como un hecho civilizador algo que repugnaba a la condición humana desde el propio bando de los ejecutores, y sorprende más aún que casi cinco siglos después todavía se siga jugando a la justificación de esos hechos atroces.

Antes de la llegada del euro, España conmemoró el V centenario del Descubrimiento con un billete de mil pesetas en el que se representaba a los dos «paladines»: Hernán Cortés y Francisco Pizarro.

Una de las razones por las cuales en nuestro país, e incluso en el continente, no logramos salir del abismo del desorden y de la confusión de una historia llena de injusticias y de abusos, es porque no llamamos a las cosas por su nombre. Cualquier secuestrador puede terminar creyendo que si tiene éxito ya está legitimado ante la historia, no importa cuáles atrocidades cometa. Francisco Pizarro preside, acorazado de pies a cabeza, y sobre un caballo de aspecto infernal tan acorazado como él, la plaza central de la ciudad de Trujillo, en España. (Imágenes más adelante). Es un paladín que les llevó considerables riquezas a su rey y a su patria. Como figura legendaria es un ejemplo para las generaciones. Pero su principal hazaña fue un secuestro, y la destrucción de uno de los más admirables imperios de la historia.

En el libro de Jean Descola, Los conquistadores del imperio español que junto con el libro Hernando de Soto: A Savage Quest in the Americas, me han guiado en la narración de este episodio, aparece un texto que vale la pena citar aquí como comentario de lo contado. Es un extracto del testamento del padre Mancio Sierra Lejesema, otorgado el 15 de septiembre de 1589 ante Jerónimo Sánchez de Quesada, escribano público, en la ciudad de Cuzco, y dice lo siguiente:

"Primeramente antes de empezar dicho mi testamento, declaro que ha muchos años que yo he deseado tener orden de advertir a la Católica Majestad del Rey don Felipe, nuestro Señor, viendo cuán católico y cristianísimo es, y cuan celoso del servicio de Dios nuestro Señor, por lo que toca al descargo de mi ánima, a causa de haber sido yo mucha parte en el descubrimiento, conquista y población de estos reinos, cuando los quitamos a los que eran Señores Incas, y los poseían y regían como suyos propios, y los pusimos debajo de la real corona, que entienda Su Majestad Católica que los dichos Incas los tenían gobernados de tal manera que en todos ellos no había un ladrón, ni hombre vicioso, ni hombre holgazán, ni una mujer adúltera ni mala ... , y que los montes y minas, pastos, caza y madera, y todo género de aprovechamientos estaba gobernado y repartido de suerte que cada uno conocía y tenía hacienda sin que otro ninguno se la ocupase o tomase ... , y que las cosas de guerra, aunque eran muchas, no impedían a las del comercio ... , y que en todo, desde lo mayor hasta lo más menudo, tenía su orden y concierto con mucho acierto ... , y que entienda Su Majestad que el intento que me mueve a hacer esta relación es por descargo de mi conciencia ... , pues habemos destruido con nuestro mal ejemplo gente de tanto gobierno como eran estos naturales ..."

Incas llevando piezas de oro para el rescate de Atahualpa. Théodore de Bry

 Esto nos ayuda a percibir mejor la complejidad de eso que llamamos la Conquista de América, una época que persiste en el fondo de nuestras pesadillas y de nuestros delirios. He advertido que a los americanos recordar estas cosas nos duele, a pesar de que hayan pasado los siglos, y aunque sabemos bien que no estaríamos aquí ni hablaríamos esta lengua que amamos si no se hubiera dado ese proceso desmesurado y brutal. Ser hijos de la fusión de las razas no nos autoriza a arrojar una bendición indiscriminada sobre todo lo que ocurrió entonces. Nos exige mirado con detenimiento, con serenidad, con inmensa curiosidad, y nos exige también que seamos capaces de exaltarnos con su belleza y de estremecemos con su crueldad. Nos exige todavía arrebatar aquellas cosas a su abismo de silencio y de olvido, al orbe de lo inexpresado, y darles vuelo en el lenguaje, en la interpretación, pues tal vez Freud tenía razón cuando dijo que «lo que así permanece sin explicación retorna siempre, una y otra vez, como un alma en pena, hasta encontrar explicación y redención».

Por supuesto que Europa no sólo trajo a América destrucción y barbarie, que también hubo una voluntad de aportar a nuestro continente elementos de cultura y de civilización. Aun en el seno de la Iglesia católica, que estaba obligada por sus propios dogmas a rechazar y combatir los cultos y las mitologías de los pueblos nativos, numerosos prelados se esforzaron por comprender el mundo al que llegaban, se esforzaron por proteger a los pueblos nativos de los excesos de la codicia y del salvajismo de los guerreros. Pero los hechos inhumanos fueron muchos, y lo que principalmente podemos advertir en el episodio del secuestro del inca, es el poder destructivo que subyace en la idea de la superioridad de una cultura sobre otra, de una raza sobre otra, de una religión sobre otra. Esa idea de superioridad no murió con la Conquista, y ni siquiera murió con la Independencia. Colombia ha vivido más arduamente que otros países esos cuadros de intolerancia nacida de la idea de que hay unos sectores de la sociedad más dignos que otros de los bienes del mundo, monstruosos esquemas de clasismo y de desprecio por los humildes con los cuales es imposible ac­ceder a una democracia verdadera.

"Antes de la llegada del euro, España conmemoró el V centenario del Descubrimiento con un billete de mil pesetas en el que se representaba a los dos «paladines»: Hernán Cortés y Francisco Pizarro."

"Antes de la llegada del euro, España conmemoró el V centenario del Descubrimiento con un billete de mil pesetas en el que se representaba a los dos «paladines»: Hernán Cortés y Francisco Pizarro."

Abundan en la historia las batallas que produjeron miles de muertos. Lo que no abunda es el ejemplo de matanzas de tal magnitud por fuera de las batallas, el asesinato de seres inermes, y cuando se las encuentra es casi siempre fruto del sectarismo de las religiones y de las razas. En el ejemplo de Cajamarca lo más duro es pensar que aquellos siete mil incas desarmados fueron asesinados en una tarde por sólo 168 guerreros. Ello habla muy elocuentemente de la extraña contextura moral de los conquistadores, hombres recios y resistentes hasta el límite de lo increíble, hombres invulnerables a la piedad y a la compasión. Pero jamás habrían podido los soldados cometer una matanza como aquélla, si no se hubieran sentido estimulados por la idea de la superioridad de su propia cultura, autorizados por los enviados de su religión, y tácitamente sostenidos por el emperador que de tal manera se benefició con los resultados del hecho.

Los tiempos cambian. El Vaticano ya no bendice ejércitos, como lo hizo a lo largo de toda la Edad Media y del Renacimiento, y creo que en ninguna parte se ven ya sacerdotes católicos bendiciendo armas o tanques de guerra. Pero es muy sorprendente leer que antes del episodio en que fue capturado Atahualpa y aniquilada su gente, todos los miembros de la expedición se confesaron y recibieron la comunión, para que la jornada fuera exitosa.

Una vez más nos decimos que son cosas del pasado. Pero ¿es esto totalmente cierto? ¿No se oye cada vez con mayor frecuencia hablar entre nosotros de la piedad de los bandidos, de la devoción de los asesinos? No hace mucho nuestro escritor Fernando Vallejo publicó una novela de nombre aparentemente blasfemo: La Virgen de los Sicarios. Mediante un relato de ficción él aludía allí a un hecho real, la devoción de los sicarios adolescentes por las potestades del santoral cristiano, el modo como piden en sus oraciones que el cielo les ayude para el cumplimiento de las violentas tareas que acometen.

¿Qué les hace pensar que la crueldad de sus acciones es compatible con la piedad, con la devoción y casi con la plegaria? ¿Qué les hace sentir a esas gentes humildes que aceptan a menudo la tarea de guardianes de personas secuestradas, que lo que están haciendo no destruye su bondad y su propia humanidad? A mí me asombra descubrir en un hecho de hace casi cinco siglos perfectamente delineada una práctica que entre nosotros se ha ido fortaleciendo con el paso del tiempo, y que sobre todo en los últimos 15 años se ha desencadenado como una verdadera fiebre.

No sé qué secreto vínculo une aquellos hechos antiguos con los de hoy, y sé en cambio que las analogías mecánicas son toscas, siendo muy distintas nuestras circunstancias de las que caracterizaban a esta tierra en tiempos de la Conquista. Sería incluso una arbitrariedad pretender establecer una simple ley de consecuencia entre el episodio que he narrado y lo que ocurre hoy entre nosotros. Pero me gustaría que este ejemplo no fuera desdeñado simplemente por su distancia en el tiempo, que fuera entendido siquiera como eso, como un ejemplo, como un precedente significativo en la medida en que, además de sus elementos políticos y pecuniarios, reúne de un modo casi prototípico algunas de las conductas propias del secuestro moderno: la toma violenta de una víctima inerme, el largo cautiverio, el rescate desmesurado, el pago de dicho rescate y el posterior sacrificio de la víctima.

Habrá además quien sostenga que no es posible llamar secuestro a ese hecho, ya que hay que considerar allí los altos asuntos políticos propios del choque de las culturas y del proceso de civilización y evangelización que España se proponía, aunque a veces degenerara en hechos de barbarie. Pero hay que recordar que no fue sólo en América, también en Europa la conducta de este tipo de soldados era observada con perplejidad, y éstas por ejemplo son las palabras que Jacob Burckhardt escribió a propósito de los soldados de Carlos V:

"A quien conozca sus atrocidades en Prato, Roma, etc., le costará trabajo después interesarse, en un alto sentido, por Fernando el Católico y Carlos V. Ellos conocían a sus hordas y las dejaron, no obstante, obrar libremente. La profusión de documentos de sus Gabinetes, que va saliendo poco a poco a la luz, podrá resultar una fuente de datos importantísimos... pero nadie buscará ya en los escritos de tales príncipes el estímulo de un pensamiento político fecundo."

Hay épocas, como el siglo XVI español, tan embelesadas con la guerra, que ésta pierde su carácter de hecho excepcional y termina convertida en la manera natural de vivir. Yo a veces me pregunto si no está ocurriendo eso en la sociedad colombiana, donde la guerra civil fue la constante del siglo XIX, donde hemos vivido en el siglo XX: no una paz rota por guerras frecuentes sino una larga guerra a veces asordinada por asomos de paz. Y no es que no nos demos cuenta de que esa guerra existe: es que de tal manera vemos el mundo como una guerra perpetua que cada quien trata de acomodarse de la mejor manera a esa inercia fatídica, y como bien lo dice un personaje de García Márquez, «cada quien se tiende a morirse por donde le duela menos». Esa pasividad, esa resignación, se prueban en el hecho de que nadie ignora la guerra, todo el mundo se queja, todo el mundo está alarmado, pero casi nadie concibe cómo podría ser nuestro país en paz, con seguridad, con prosperidad. La consigna de la paz no está llena de proyectos concretos, de reclamos nítidos, de claras tareas ciudadanas, se va convirtiendo por ello en una suerte de fórmula abstracta en la que no alcanzamos a percibir promesas verdaderas, y muchos terminan pensándola como una entelequia.

Ni siquiera podemos, como el inca Atahualpa, sentir la perplejidad de que unos hechos brutales vienen a romper el equilibrio de una vida ordenada y armoniosa: no hemos visto jamás el rostro verdadero de la libertad que tantos pregonan, no hemos visto jamás la plenitud del ejercicio de los derechos humanos, no hemos visto jamás el rostro de una paz duradera, próspera y fraterna, sino sólo el eternizarse y el ahondarse de una situación de precariedad y de zozobra.

Pero sí hay algo en lo que estamos próximos a él: sentimos gravitar a nuestro alrededor un tipo de inhumanidad no desconocida pero sí creciente. Un tipo de relación con los misterios de la vida y de la muerte que no se funda en valores sino exclusivamente en intereses, en cálculos de beneficio. La riqueza, el poder, la ventaja, parecen autorizar toda suerte de horrores, y hasta las más altas potestades, los reyes y los dioses de aquel tiempo, los poderosos y los virtuosos del nuestro, parecen aliados secretos de esos bandos implacables, y no hacen nada por impedir que se sientan autorizados a sacrificarlo todo, incluso a sí mismos, en los altares de una fiesta atroz. Sólo porque permitimos que nuestra sociedad repose sobre los supuestos del odio y de la exclusión, porque nuestro orden injusto es una escuela de resentimiento, porque olvidamos construir el puente, el lenguaje y el espejo que nos permitan ver a los que no se nos parecen como complementos provechosos de nuestro ser, como miembros de una misma, frágil y trágica especie, de una misma humanidad.